Huida

El negro grande cree que manda pero no hay compasión con los mutilados y esa varilla rota será su perdición.

El de las orejitas de abeja está triste porque ahora siempre cogen a uno nuevo con dibujos de coches de carrera.

El beis es elegante con su volante y su mango largo. No se relaciona y cuando vuelve de la calle, mojada y despeinada, se la oye llorar en un rinconcito tapándose el óxido que empieza a aparecer entre sus pliegues.

Y aquí estoy yo. Me llaman “el del chino” y la próxima vez que me saquen me pienso perder.

Una noticia en la radio

Recoge la corbata y el pantalón de la tintorería. A los pocos minutos está en la habitación rebuscando entre las camisas amontonadas en un viejo baúl a los pies de la cama. Una tras otra las va cogiendo, examinando y tirando a una silla cercana. Están tan arrugadas como las dos chaquetas aplastadas entre la ropa que languidece en la barra combada del pequeño armario empotrado. Por el balcón entra todavía las últimas luces de la interminable tarde primaveral.

Deja caer sus brazos, cierra los ojos y mueve la cabeza lentamente rotando sobre su cuello grueso. Crujen algunos huesos. Aparenta unos 70 años. Es algo rechoncho y de baja estatura, cabeza calva y usa gafas de concha. Como si despertara, sale decidido a la cocina. Pone la radio y un café. El boleto de Radio Nacional de España abre con un suceso. Han matado a otra mujer en algún pueblo de alguna provincia. No se entera bien.

Escoge entre el escueto menaje una taza blanca y larga, recuerdo de Praga, y el azucarero de la despensa y los deja en la mugrienta encimera.

El informativo continúa en la radio. Mira entonces fijamente a la radio y se sienta despacio en la silla celeste de conglomerado y diseño pasado de moda, para oír, esta vez sí, que la asesinada es una joven, madre de un niño de dos años y su expareja le ha dado una puñalada mortal al salir del supermercado en el que trabaja de cajera. “Anda, como mi hija”, piensa.

El borboteo del café requemado y, casi a la vez, el timbre del teléfono hacen que se levante. Apaga el fuego y contesta al teléfono.

La muchacha de la vía del tren (microcuento)

Sé que mis pies resbalan en la madera. Sé que me quité el vestido y las horquillas y las medias y los collares y los zapatos y el reloj. Sé que hace frío porque siempre hace frío cuando va a amanecer. Sé que ha llovido y que seguirá lloviendo. Y sé que viene el tren porque, por fin, lo oigo llegar a lo lejos.

Náufraga (microcuento)

El día que su novio la sorprendió con el pasaje para el Costa Concordia a Adela se le había perdido un guante. Ella lo tomó como un mal augurio pero embarcó por no hacerle el feo y por no quedar como una cateta supersticiosa. Ahora se acordaba de ese día. Cuando tuvo que saltar al agua en medio de la oscuridad, el miedo le dio tal fuerza que nadó hasta el amanecer. Llegó a esta playa tan cansada que ahí sigue, tumbada en la arena. Ni siquiera ha vuelto a mover un músculo. Ni cuando la zodiac de Salvamento Marítimo pasó tan cerca que solo si hubiera levantado un brazo aunque fuese un poquito…

Microcuentos

El terremeto pilló al funambulista trabajando.

 

El payaso sale del metro y se mira en un escaparate. Otra vez le han robado la sonrisa.

 

Me llevaste por callejones desconocidos. Nos amamos bajo un balcón con flores. Y llegué a casa con las patas llenas de barro.

 

Dentro del reloj de arena hay un náufrago temiéndole a cada minuto.

 

Un farero se enamoró de una pastora. Apagó la luz y subió a la montaña. La pastora se enamoró de un marinero, apagó al farero y bajó al mar. En la montaña hay un hombre solitario cuidando ovejas y en el mar hay un faro apagado.

La madre-brújula

Estaba saliendo el sol cuando nació su hija. Desde ese caluroso día de agosto acamparon en ella todos los miedos, los  reales y los imaginarios. Ese día le dio cuerda a su propio corazón para acompasar los dos latidos y aprendió a respirar al ritmo de su criatura.

Así fue ya siempre. La niña creció libre de maleficios y sana, como casi todos los niños crecen a este lado del mundo. Cuando llegó el momento de hacer sus maletas, la madre sacó de un armario una cajita pequeña, de madera, y se la metió entre la ropa.

Pasaron algunos años antes de que la hija llamara de nuevo a su puerta con la vida a medio vivir y un olor a fracaso en sus ropas. Resignada, deshizo las maltas y tiró al suelo el papel arrugado de proyectos abortados.

Ahora están sentados las dos frente al televisor, de nuevo juntas, latiendo al mismo tiempo, respirando al unísono. La madre, sonriente, ella dándole vueltas a esa maldita brújula que su madre le metió en la maleta y que siempre marcaba la dirección de la puerta de su casa.