Tarde de riego

Losimages-15 pies hundidos en el barro que ha dejado en las acequias el agua de la alberca. Ese agua que había subido durante la noche desde la tierra y que, al caer la tarde, volvía a ella.

Salía de lo profundo y nos llenaba la piel con sus minerales y la bebíamos y estaba helada como la oscuridad.

Y cada tarde regresaba a la tierra tras pasearse por los naranjos y los tomates y se llevaba nuestras risas de ese día.

Y así un día y otro día…

Pasado el tiempo, recuerdo aquellas tardes de verano en el campo y me pregunto: ¿cuándo fue la última tarde de riego?, ¿nos echará de menos el agua?.

 

Un paseo por Cádiz, Cádiz

Llevo media hora andando con la sensación de ir robándole a la gente. Robando sus  gestos, sus andares y sus supuestas historias. O mejor, yo las invento pero ellos me prestan sus caras.

Dejo atrás el Parador y el Parque Genovés y el mar para ir a otro Cádiz. En la calle San Rafael me quedo de piedra. Iba pensando ¿y si me encontrara con fulanito?. Y allí estaba. Fulanito es de las personas que más hablan del mundo. Su incontinencia verbal es asombrosa. Afortunadamente tiene prisa así que me libera y sigo andando.

Una ventana con gatos y perros de escayola, un supermercado, tabernas sin mujeres… Ya por Sagasta sigo a unas muchachas que vienen de la playa. Siempre me han llamado la atención estas mujeres de Cádiz. Lord Byron, gran mujeriego, pasó por aquí y dejó escrito que eran de las más hermosas que había visto. Yo no sé si son guapas aunque lo que me gusta de ellas es que andan como si lo fueran. Enseñan sus carnes tostadas sin complejos mientras una pareja de guiris despistados se quedan mirándolas.

Hoy han llegado cientos de cruceristas al muelle y se desperdigan por la ciudad como hormiguitas. ¿Cómo habrán llegado estos dos aquí?. El lleva una bolsa del Supercerka con una botella de aceite de oliva dentro. Decido torcer por Hospital de Mujeres y entro en un bar a tomar un café. El camarero o el dueño, no sé, debería estar jubilado. Tiene el pelo blanco, abundante, y unas gafas le cuelgan con un cordón negro. Cuando entro le está gritando a otro que se acaba de asomar a la puerta y que lleva una gorra que hace tiempo que no entra la lavadora:

-«El Bartolo sigue viviendo ahí, ¿no?» , le grita el del bar.

-«No sé, ¿por qué?», le contesta el de la gorra.

-«Para que le des un toque, hombre, a ver si lo ha dejado todo limpio».

Solo hay un cliente en el bar, en pie en la barra. Lleva chaqueta verde de lana fina y una corbata burdeos. Toma un carajillo y no pronuncia una palabra. Al rato, el de la gorra entra en el bar.

-«He llamado a todos los telefonillos y solo ha contestado el maricón ese que estaba ingresado en residencia».

-» Bueno, vale,», dice el del bar.

Miro de reojo el reloj. Son las seis y media de la tarde. Me voy.

 

 

 

Competición lírico-futbolística: Alberti vs Celaya

Esta es la historia de cómo dos forofos rivalizaron con palabras para defender a sus equipos. Se llamaban Rafael Alberti y Gabriel Celaya y eran, además de futboleros, poetas. Estamos en 1928. En el Sport del Sardinero, Santander, se juega la final de la Copa de Fútbol entre la Real Sociedad de San Sebastián y el Fútbol Club Barcelona. Como todavía Rafael Ballester no había ideado lo del lanzamiento final de penaltis -que se usó por primera vez en 1962 en el Trofeo Ramón de Carranza de Cádiz- en el torneo citado hicieron falta tres partidos para saber quién ganaba.

Para el poeta de El Puerto de Santa María, fue “un partido brutal, el Cantábrico al fondo, entre vascos y catalanes. Se jugaba al fútbol, pero también al nacionalismofc_barcelona_1928-1929. La violencia por parte de los vascos era inusitada. Platko, un gigantesco guardameta húngaro, defendía como un toro el arco catalán. Platko fue acometido tan furiosamente por los del Real que quedó ensangrentado, sin sentido, a pocos metros de su puesto, pero con el balón entre los brazos. Cuando el partido estaba tocando a su fin, apareció Platko de nuevo, vendada la cabeza, fuerte y hermoso, decidido a dejarse matar».

Alberti le dice a su amigo Gerardo Diego que se  había perdido el partido más heróico del mundo: «hubieras llorado, gritado y hasta perdido el conocimiento”. Así que le escribió una oda al heroico guardameta húngaro: “… Camisetas azules y blancas, sobre el aire, camisetas reales/ contrarias, contra ti, volando y arrastrándote/ Platko, Platko lejano/ rubio Platko tronchado.

Y aquí entra en competición lírica un forofo del equipo contrario, el poeta guipuzcoano Gabriel Celaya, porque siempre creyó que tenía que ganar la Real en aquellas tres finales. Así que a la oda de Alberti, Celaya escribió su “Contraoda del poeta a la Real Sociedad”. y así lo contó: “ Y recuerdo también nuestra triple derrota/en aquellos partidos frente al Barcelona/que si nos ganó, no fue gracias a Platko/sino por diez penaltis claros que nos robaron. /Camisolas azules y blancas volaban/y nada pudo entonces toda la inteligencia/y el despliegue de los donostiarras/que luchaban entonces contra la rabia ciega/y el barro, y las patadas, y un árbitro comprado”.

Nada nuevo bajo el sol. Le quita méritos al rival y acusa al árbitro de vendido. Aunque eso sí, todo mucho más poético.

…y la cristalería de Bohemia sin estrenar

Hace un mes me regalaron un juego de sábanas preciosas. Tienen más de 70 años y estaban sin estrenar. Conservaba incluso las tiras de cartón que daban forma a esa perfecta manera en que venían dobladas. El algodón blanco había amarilleado por algunas zonas  y los alfileres se habían oxidado clavados en la tela.

La sensación de despojarlas de ellos  y de extenderlas después de que alguien las doblara hace casi un siglo fue… extraña. Especial.

¿Dónde estarán las manos que las doblaron?, ¿en qué cajones han estado tanto tiempo?, ¿por qué casas habrán pasado?.

Me las regaló una mujer buena, a la que quiero. A ella se la regalaron siendo una chiquilla y ya ha cumplida 90 años. Nunca las estrenó. Nunca vio el momento adecuado. Siempre las conservó en su caja original y ya no las quiere estrenar. Por eso me las dio.

Me ha recordado a un breve poema que me impresionó cuando lo oí hace unos años a su autora, Isabel Escudero: «La vida se me va y esta cristalería de Bohemia sin estrenar».

Así que hoy he puesto las sábanas en mi cama y he comido en la vajilla de La Cartuja que mi madre me regaló para ocasiones especiales.

Historia verídica: La tarde de la Nochebuena

Era la tarde de Nochebuena. A., una chiquilla de 14 años, se esmeraba en la cocina aprendiendo a rellenar un pavo. Por aquella época ya peinaba una estirada trenza negra que nunca se cortó y que, cuando la conocí, unos sesenta años después, recogía en un moño con horquillas.

La enorme casa era un hervidero. Todo el mundo atendía a sus quehaceres para que nada faltara en la mesa.

A M.T., una de las hijas de la señora, le gustaba bajar a la cocina y entretenerse con las criadas. A. y M. T. tenían la misma edad y, a veces, compartían juegos en el jardín cuando la primera podía y la segunda no tenía a nadie mejor con quien jugar.

Ese día estaba M.T. especialmente chistosa así que, medio en broma, le pidió a A. que metiera el dedo en la picadora de carne, un artilugio de hierro que alguien trajo de un viaje a Madrid.

Los gritos de A. se oyeron más allá del patio porticado, del jardín, de la capilla y de los muros que separaban la casa del resto del pueblo. Sólo fue una broma.

 

 

 

 

Historia verídica: Romería

burro-en-la-playaInútil para la romería, en la playa de Malandar abandonaron a una mula, agotada ya de kilómetros y carga. Demasiado cerca de la orilla, la marea, como una imparable manta, la fue cubriendo al caer la noche. Sólo unos enormes ojos asustados brillaban en la negrura de la costa de Doñana.
Una semana más tarde regresaron los rocieros del coto con los cuerpos castigados por las borracheras y las vigilias, con las botas sucias y las caras gastadas. El dueño de la mula se acercó al animal, tumbado todavía en la arena mojada. Empujó su lomo con el pié como para certificar su muerte después de días sin comer ni beber pero la mula abrió los ojos e intentó incorporarse. Un grupo de hombres la levantaron a palos y se la llevaron de vuelta a casa. Como si nada hubiera pasado. Así me lo contaron.

 

Historia verídica: Día perdido

jornaleros

A las seis de la mañana llegan los hombres a la era. En estos años de pura hambre, el jornal es un kilo de pan “moreno” que el mayoral les entrega antes de que vayan a sus obligaciones: la siega, la trilla, los animales… Es el primer día de primavera y no para de llover así que Juan ha preferido quitarse las zapatillas de esparto y faenar descalzo. Pero no para de llover y llover y el campo no empapa el agua y los hombres esperan en el cobertizo y miran al manijero que sigue apostado en la puerta con los ojos perdidos más allá de los límites de la finca y los hombres esperan a que escampe. Algunos pellizcan el pan y engañan al hambre pero Juan quiere llevarlo a casa entero. Pero no para de llover y los hombres, tristes, oscuros, sucios, con caras de pobres y manos de pobres, no pueden salir al campo. Solo se oye el ruido del agua sobre el techo del cobertizo. Y no para de llover.

A las dos de la tarde, el capataz da el día por perdido. “Ya os podéis ir pa casa” les dice desde el dintel de la puerta, sin mirarles si quiera. Salen uno a uno y al pasar junto a él le van devolviendo los panes que vuelven a la canasta de mimbre. Los hombres observan desde lejos cómo el capataz se acerca a las pocilgas con la cesta y tira el pan a los cochinos. Juan esboza una sonrisa amarga y piensa que, al menos, sus compañeros han desayunado.

Matanza del cerdo

Acuérdate del olor a monte en tu pelo y de las mujeres sin frío trajinando entre la sangre y el barro.

Y del fuego fiel, domado desde el origen de la inteligencia.

Acuérdate de los hombres que clavaron sus cuchillos en los gritos de la bestia cuando el sol empezaba su rutina de asesino de sombras.

Esos hombres de pieles inertes que sólo hablan de hazañas bravas porque les fueron vetadas las palabras de amor.

Acuérdate de los perros lampando alrededor de la carne. Perros tristes, siempre hambrientos, colmados de palos y de cuerdas.

Acuérdate de que los niños arañaban sus piernas jugando en los árboles y chorreaban naranjas por sus caras y sus dedos. Y reían sin saber que todavía eran felices.

Acuérdate de que lo has vivido y por eso todavía perdura el humo en tu ropa y la tierra en tus uñas y las voces que contaban leyendas cuando la primera luna llena de diciembre aparecía lenta, como sin querer que ese día se acabara.