Categoría: Viajes
Visitar La Breña y los acantilados de Barbate es contemplar un pulso entre el campo y el mar, la civilización y la Naturaleza, las dunas y los pinos, la historia y el presente. Una bella extensión de pinos piñoneros replantados a principios de siglo para frenar las dunas móviles que avanzaban por la ladera del monte. Inmutables torres vigías que permanecen ancladas sin tener ya piratas enemigos sobre los que alertar. Un lugar desde donde, quizás, un día hace más de 200 años, alguien se quedó mirando hacia el Oeste, hacia aquella batalla naval que libraban las flotas inglesas y franco-española frente al cabo llamado Trafalgar.
Ciudad espejo
El caminante sólo puede llegar a la ciudad espejo si ha estado con anterioridad en su ciudad gemela, al otro lado del estrecho mar. Sólo si eres capaz de recordar el otro camino, aparece éste que muere en la alcazaba. Pero, ojo, que lo hará tal y como lo recuerda, sin colores ni contornos definidos. Y así pasa con los árboles, las cabras y las rocas.
Una vez en la ciudad, el visitante debe recuperar los olores que se alojan en la memoria. El sudor de la mujer que amasa en el patio hace que aparezca ante tus ojos, con la misma cara y los mismos movimientos que recordabas. El olor a cardamomo y a canela levantan un zoco de inmediato y al evocar a los jazmines que cuelgan por los muros, aparecen las casas con sus paredes añil y sus puertas azules. El aroma del almizcle de las muchachas y el de la alhucema quemada a media tarde en los zaguanes hacen resurgir calles y plazas, patios y azoteas. Así con todo.
La ciudad va surgiendo de los olores y de los recuerdos a imagen y semejanza de su hermana en la distancia hasta tal punto de que si estuvieran una frente a la otra parecería que ambas ciudades se están mirando mutuamente en un espejo descomunal.