«La Pepa, mentira burguesa»

Recuerdo que cuando era pequeña había una pintada en un muro a la entrada de Cádiz en la que se leía “La Pepa, mentira burguesa”. Yo, que era de natural preguntona, por niña que era y por curiosa que también, quería saber qué quería decir aquello. Pero era  complicado explicar qué era La Pepa y qué es la burguesía.

El caso es que esa pintada me viene a la cabeza cada vez que oigo que la Constitución aprobada en Cádiz en 1812 es ejemplo de libertad, democracia, derecho constitucional y soberanía nacional.

No quiero olvidar que el texto se escribió hace más de 200 años y que España vivía una guerra y venía ahogándose entre el absolutismo y la Inquisición. Pero aún así, cabe recordar que los diputados abolicionistas fracasaron y la esclavitud no fue suprimida; que las mujeres no podían votar y que los pobres tampoco, que nunca llegó a aplicarse de facto a pesar de que estuvo teóricamente vigente algunos años y que Fernando VII, único rey reconocido en el texto constitucional,  la derogó en cuanto pudo, hecho que no se me quita de la cabeza cada vez que veo a su chozno, es decir, al hijo de su tataranieto, celebrando el texto.

A pesar de lo anterior, es un gusto que a Cádiz se la conozca por posibilitar un texto moderno para la época, decisivo para el nacimiento del Liberalismo europeo y para el Constitucionalismo hispanoamericano. Es un gusto porque sirve de excusa para recordar que Cádiz, ciudad en la que se engendró la primera Constitución española, reunía las condiciones necesarias para ello: era culta y moderna.

Por eso, me gusta recordar también que en Madrid, en la asignatura de Historia del Periodismo Español, nos decían que esa Constitución que intentó romper con algunos de los privilegios del antiguo régimen sólo podía haber nacido en Cádiz porque, entre otras cosas, aquí nació el periodismo político. En el Cádiz preconstitucional se publicaban 60 periódicos y las Cortes reconocieron por primera vez en la historia de España la libertad de imprenta mediante el decreto de 10 de noviembre de 1810 por el que “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas”. Esto sí era un avance.

Un paseo por Cádiz, Cádiz

Llevo media hora andando con la sensación de ir robándole a la gente. Robando sus  gestos, sus andares y sus supuestas historias. O mejor, yo las invento pero ellos me prestan sus caras.

Dejo atrás el Parador y el Parque Genovés y el mar para ir a otro Cádiz. En la calle San Rafael me quedo de piedra. Iba pensando ¿y si me encontrara con fulanito?. Y allí estaba. Fulanito es de las personas que más hablan del mundo. Su incontinencia verbal es asombrosa. Afortunadamente tiene prisa así que me libera y sigo andando.

Una ventana con gatos y perros de escayola, un supermercado, tabernas sin mujeres… Ya por Sagasta sigo a unas muchachas que vienen de la playa. Siempre me han llamado la atención estas mujeres de Cádiz. Lord Byron, gran mujeriego, pasó por aquí y dejó escrito que eran de las más hermosas que había visto. Yo no sé si son guapas aunque lo que me gusta de ellas es que andan como si lo fueran. Enseñan sus carnes tostadas sin complejos mientras una pareja de guiris despistados se quedan mirándolas.

Hoy han llegado cientos de cruceristas al muelle y se desperdigan por la ciudad como hormiguitas. ¿Cómo habrán llegado estos dos aquí?. El lleva una bolsa del Supercerka con una botella de aceite de oliva dentro. Decido torcer por Hospital de Mujeres y entro en un bar a tomar un café. El camarero o el dueño, no sé, debería estar jubilado. Tiene el pelo blanco, abundante, y unas gafas le cuelgan con un cordón negro. Cuando entro le está gritando a otro que se acaba de asomar a la puerta y que lleva una gorra que hace tiempo que no entra la lavadora:

-«El Bartolo sigue viviendo ahí, ¿no?» , le grita el del bar.

-«No sé, ¿por qué?», le contesta el de la gorra.

-«Para que le des un toque, hombre, a ver si lo ha dejado todo limpio».

Solo hay un cliente en el bar, en pie en la barra. Lleva chaqueta verde de lana fina y una corbata burdeos. Toma un carajillo y no pronuncia una palabra. Al rato, el de la gorra entra en el bar.

-«He llamado a todos los telefonillos y solo ha contestado el maricón ese que estaba ingresado en residencia».

-» Bueno, vale,», dice el del bar.

Miro de reojo el reloj. Son las seis y media de la tarde. Me voy.