Era la tarde de Nochebuena. A., una chiquilla de 14 años, se esmeraba en la cocina aprendiendo a rellenar un pavo. Por aquella época ya peinaba una estirada trenza negra que nunca se cortó y que, cuando la conocí, unos sesenta años después, recogía en un moño con horquillas.
La enorme casa era un hervidero. Todo el mundo atendía a sus quehaceres para que nada faltara en la mesa.
A M.T., una de las hijas de la señora, le gustaba bajar a la cocina y entretenerse con las criadas. A. y M. T. tenían la misma edad y, a veces, compartían juegos en el jardín cuando la primera podía y la segunda no tenía a nadie mejor con quien jugar.
Ese día estaba M.T. especialmente chistosa así que, medio en broma, le pidió a A. que metiera el dedo en la picadora de carne, un artilugio de hierro que alguien trajo de un viaje a Madrid.
Los gritos de A. se oyeron más allá del patio porticado, del jardín, de la capilla y de los muros que separaban la casa del resto del pueblo. Sólo fue una broma.