Historia verídica: Romería

burro-en-la-playaInútil para la romería, en la playa de Malandar abandonaron a una mula, agotada ya de kilómetros y carga. Demasiado cerca de la orilla, la marea, como una imparable manta, la fue cubriendo al caer la noche. Sólo unos enormes ojos asustados brillaban en la negrura de la costa de Doñana.
Una semana más tarde regresaron los rocieros del coto con los cuerpos castigados por las borracheras y las vigilias, con las botas sucias y las caras gastadas. El dueño de la mula se acercó al animal, tumbado todavía en la arena mojada. Empujó su lomo con el pié como para certificar su muerte después de días sin comer ni beber pero la mula abrió los ojos e intentó incorporarse. Un grupo de hombres la levantaron a palos y se la llevaron de vuelta a casa. Como si nada hubiera pasado. Así me lo contaron.

 

Historia verídica: Día perdido

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A las seis de la mañana llegan los hombres a la era. En estos años de pura hambre, el jornal es un kilo de pan “moreno” que el mayoral les entrega antes de que vayan a sus obligaciones: la siega, la trilla, los animales… Es el primer día de primavera y no para de llover así que Juan ha preferido quitarse las zapatillas de esparto y faenar descalzo. Pero no para de llover y llover y el campo no empapa el agua y los hombres esperan en el cobertizo y miran al manijero que sigue apostado en la puerta con los ojos perdidos más allá de los límites de la finca y los hombres esperan a que escampe. Algunos pellizcan el pan y engañan al hambre pero Juan quiere llevarlo a casa entero. Pero no para de llover y los hombres, tristes, oscuros, sucios, con caras de pobres y manos de pobres, no pueden salir al campo. Solo se oye el ruido del agua sobre el techo del cobertizo. Y no para de llover.

A las dos de la tarde, el capataz da el día por perdido. “Ya os podéis ir pa casa” les dice desde el dintel de la puerta, sin mirarles si quiera. Salen uno a uno y al pasar junto a él le van devolviendo los panes que vuelven a la canasta de mimbre. Los hombres observan desde lejos cómo el capataz se acerca a las pocilgas con la cesta y tira el pan a los cochinos. Juan esboza una sonrisa amarga y piensa que, al menos, sus compañeros han desayunado.

La infancia y un balón

Seguro que mucho de ustedes lo vivió. Era cuando los balones se hacían con cualquier cosa y los niños tenían toda la calle para jugar. Cuando las zapatillas no eran las Nike de Ronaldo y las madres reñían si las destrozabas a los dos días. Cuando no había Fifa 16 ni los niños competían en las ligas municipales. Era el tiempo de la infancia jugada a golpe de patadas a un balón. Porque una pelota te salvaba del tedio de largas tardes sin tele ni play, ni tablets… La calle y un balón.descarga-2

Ese fútbol callejero que se ha jugado siempre en los barrios pobres del Río de la Plata o de Brasil, desde Liverpool hasta Nápoles. En los campos y en las playas. En las plazuelas de nuestros pueblos andaluces, en los jardines de las ciudades. Evitando al guardia y procurando que la pelota no se «embarcara» en un balcón. Un grupo de niños, sudorosos y gritones, y un balón.

Gerardo Diego, uno de los poetas más importantes de la Generación del 27, le dedicó un poema a un balón: «El balón de fútbol. Tener un balón, Dios mío. Qué planeta de fortuna. Vamos a los Arenales: cinco hectáreas de desierto. Cuadro y recuadro del puerto. Y a jugar. Vale la carga. Pero no la zancadilla. Yo miedo nunca lo tuve. (Una brecha en la espinilla). Tener un balón, Dios mío».
.Pues eso. Un balón, la calle y amigos.

 

Galletas

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¿Sabes qué pasa?. Que yo no quería galletas. Me convencen para comerlas. Empiezan a gustarme. Pero no llego al mueble. Me ayudan a cogerlas. Luego aprendo a alcanzarlas poniendo un taburete. Pero cuando por fin las consigo, el bote está vacío.

No sé si se acabaron sin más o se las han dado a otra persona. Lloro. Me calmo. Vuelvo a llorar cuando me acuerdo. Me calmo de nuevo. Me distraigo. Como otra cosa. Me gusta. Me río.

Pero cuando ya no me acuerdo de las galletas, alguien viene con un hermoso paquete repleto de ellas. Y me las vuelve a dar. Y yo las cojo.

 

 

 

 

 

Historia verídica: El fotógrafo

sin-titulo       El fotógrafo de mi pueblo no sabía leer. Era un gitano viejo y honrado que enseñó a los más listos de su numerosa prole a cargar el flash, enfocar y apretar el disparador en el momento más o menos preciso.

       Retrataba la felicidad de la gente. Él y toda su familia vivían de comuniones, cumpleaños, bodas y bautizos. Pero era, además, el “corresponsal gráfico” del periódico más importante de la provincia.

         Con la tiranía que emana la lejanía de un despacho en la capital, el fotógrafo, hombre discreto y poco dado a la protesta, sólo cobraba, y poco, si las fotos eran publicadas. Pero las fotos o llegaban tarde a la redacción, o no tenían calidad -a falta de laboratorio, sacaba el carrete con mucho cuidado debajo de la colcha de su cama de matrimonio para que no se velara el rollo- o se perdían en los autobuses que las llevaban a la ciudad.

    Un día, temprano, me lo encontré en la plaza del pueblo. Cuando se ponía nervioso se subía las gafas de pasta continuamente y sonreía enseñando su diente de oro a juego con el sello del dedo. Me pidió que reclamara por él el dinero que le debían porque hacía tres meses que no cobraba.   Me enseñó un papel arrugado, la hoja arrancada de una libreta escolar.

    Estaba llena de palitos pintados a lápiz. Cada palito era una foto publicada  y no pagada. «Mira -me dijo- lo tengo todo anotado. Y yo no miento».

El fútbol a sol y sombra

 

En un cumpleaños le regalé a un amigo un libro sobre fútbol. Él, aficionado a lo segundo más que a lo primero, no se lo leyó. Mi intención, didáctica y casi maternal, era que le cogiera querencia a la lectura tanto o más que al fútbol.Pero hay tareas que ni los 12 trabajos de Hércules. Fracasé, claro. Pero me sirvió, porque el libro en cuestión me lo leí yo.

Y no es que a partir de ese momento no me perdiera un partido, supiera de lesiones musculares, traspasos, dietas de carbohidratos. Nada de eso. Es más, sigo sin reconocer un fuera de juego.Pero ese libro, sí que me ayudó a ver el fútbol de otra manera. El título es “El fútbol a Sol y a Sombra”.

Y dice cosas como éstas:“Por suerte, todavía aparece en las canchas aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”.

Y dice también: “El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna. Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos”.

Y esto otro: “¿Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío?. Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”.

Su autor, Eduardo Galeano, se confiesa : “ Como todos los uruguayos, quise ser jugador de fútbol. Yo jugaba muy bien, era una maravilla, pero sólo de noche, mientras dormía”.Así que, Eduardo se dedicó a escribir así de bien.

 

En cualquier sitio ahora mismo

Son los primeros en llegar a las oficinas todavía a oscuras a esa temprana hora de la mañana. Aunque en absoluto silencio, el eco de los teléfonos, el teclear de ordenadores y las conversaciones de los trabajadores permanecen de alguna manera en el aire. Al director general de nuevos proyectos no le termina de gustar el edificio inteligente al que  la multinacional, la más potente de Andalucía, les ha trasladado recientemente, a las afueras de la ciudad. Todos las paredes y puertas son de un moderno material transparente y esas moderneces están bien para controlar el trabajo de sus empleados, pero no le hace ninguna gracia  que ellos también puedan hacerlo a la inversa. Sin contar con el enorme gasto en aire acondicionado para amortiguar el calorazo que sacude la fachada.

El jefe de personal le pregunta por su familia y, acto seguido, por los avances en la nueva plataforma solar en la que trabaja su departamento. “Una de las más grandes de Europa ¿no?”, le pregunta con cierto tono cobista. El director general contesta dos escuetos, bien, bien, y va al grano, no hay tiempo que perder. A las ocho empezarán a llegar los trabajadores y ocuparán, como remeros en galeras, cada uno su asiento. Ellos mismos se cierran los grilletes. Esa imagen le hizo un poco de gracia, incluso, al señor director general.

“Según su opinión, le pregunta acto seguido, ¿de quiénes podemos prescindir?”. El jefe de personal saca una lista de su maletín de cuero y disecciona uno a uno los nombres anotados. Como una aséptica autopsia curricular y personal de esas personas sin cara. Debaten un rato y, finalmente, anotan un par de nombres. “Hoy mismo tienes que hablar con ellos, ¿de acuerdo?. Suelta con aire despreocupado antes de salir por la puerta.

Cuento gotas

A tientas entro en esta aventura solitaria pero compartida. A tientas voy chocando contra la tecnología. A tientas tanteo los bolsillos, el alma y la memoria buscando algún papel olvidado, alguna historia interesante o algún recuerdo que plasmar en este espacio. A lo mejor alguien lo lee. Pero si no es así también me vale porque no me olvido de que esto es una gota en el océano. Cuento gotas.