Un deseo: Ser invisible
En la gran avenida de la gran ciudad hay un hombre sentado en la acera. Apoya su espalda en la pared y extiende la mano mirando a los ojos a todo el que pasa. Nadie le ve. ¡Con la de veces que soñó de niño con ser el hombre invisible!
La mula de Malandar
Cada vez que se acerca esta época de rocieros, paso del Guadalquivir, blanca paloma, etc, me acuerdo de la historia que me contó el responsable de emergencias del Plan Romero en la provincia de Cádiz. Durante una época, tuve que ir varios años por motivos de trabajo a Bajo de Guía durante el martes y el miércoles que cruzan el río las hermandades de la provincia hasta el Coto de Doñana. Es una experiencia interesante a la que nunca hubiera ido de otra manera.
Es una historia que ya publiqué aquí pero que repito, con vuestro permiso.
Inútil para la romería, en la playa de Malandar abandonaron a una mula, agotada ya de kilómetros y carga. Demasiado cerca de la orilla, la marea, como una imparable manta, la fue cubriendo al caer la noche. Sólo unos enormes ojos asustados brillaban en la negrura de la costa de Doñana.
Una semana más tarde regresaron los rocieros del coto con los cuerpos castigados por las borracheras y las vigilias, con las botas sucias y las caras gastadas. El dueño de la mula se acercó al animal, tumbado todavía en la arena mojada. Empujó su lomo con el pié como para certificar su muerte después de días sin comer ni beber pero la mula abrió los ojos e intentó incorporarse. Un grupo de hombres la levantaron y se la llevaron de vuelta a casa. Como si nada hubiera pasado. Así me lo contaron.
Gaudeamus Igitur
Me estoy imaginando la cara de Olga al leer la noticia. Ella se habrá acordado de aquel día en el que, recién parida y con los pechos a reventar de leche, tuvo que ir a leer la «tesina». Había dejado al bebé esperando con su padre en el pasillo y escuchaba su llanto desde dentro. Se habrá acordado de los viajes del pueblo a la capital durante el curso de doctorado. De las horas y horas de investigación sacadas de una extenuante jornada de trabajo y criando a tres hijos. De los viajes para recabar información haciendo malabarismos con sus miles de responsabilidades. De las cientos de lecturas, de los borradores de la redacción, de los sofocos, correcciones, nervios.. De que se aprendió de memoria el texto para una magnífica lectura de Tesis. Me puedo imaginar también la cara de Ramón. Años de experimentos en el laboratorio de Física para una Tesis doctoral de la que yo no soy capaz de entender ni el título.
Y estos días tarareo en mi mente el Gaudeamus Igitur. No se me va. Ese solemne himno universitario que me hacía saltar las lágrimas cuando se cantaba en mi Facultad.
¡Ay alma mater, no nos traiciones!
Me gusta la lluvia
En una sociedad supermoderna, informatizada y a merced de las nuevas tecnologías, parece como que nos sorprende el protagonismo que asume la Naturaleza en nuestras vidas. Sigue condicionando al animal que llevamos dentro. Somos hijos de la pachamama al fin y al cabo.
Llegó la primavera hace ya un tiempo pero, no me matéis, a mí no me gusta. La primavera, como diría Frank Underwood en House of Card acerca de la Democracia, está sobrevalorada. La de este año me gusta un poco más porque está lloviendo -y ojalá que siga- pero normalmente me altera demasiado. Y lo de abril aguas mil no siempre se cumple.
A mí lo que de verdad me gusta es la lluvia. La lluvia es agua y el agua es vida. No soportaría vivir en un lugar en perpetuo verano. No soportaría parajes secos, tierra, aridez… No soporto el aire caliente de los días de levante ni el calor pegajoso. No soporto los campos amarillos ni las calles sucias. Quiero que llueva. Soy así de «intensa», qué vamos a hacerle.
La lluvia me reconcilia con la Naturaleza. Me llena de bienestar, de sosiego. La presiento y me reconforta. Me da igual salir a la calle y mojarme o quedarme en casa y oír cómo cae, abrir la ventana y olerla, sentirla.
Si alguien me cuenta una historia y dice, «aquel día estaba lloviendo», pienso, «aquel día tuvo que ser un buen día». Es como la Navidad, no puedo evitarlo. Me gusta. En otra vida tuve que vivir en un lugar lluvioso. Fijo. O lo mismo fui lluvia. No sé. Tendré que pensar en esto.
Semana Santa
Mucho viento frío. Luna llena. Calles en tinieblas. Olor a cera. Cera en el suelo. Tambores. Alcauciles con chícharos. Lágrimas de cristal. Ben-Hur. Saeta en Santísimo. Golpe de la horquilla en el adoquinado. Cornetas. Arroz con leche y canela. Puñales en encajes. Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Ojos sin rostro. Túnicas. San Pedro Quiere Rosquetes. Vía Crucis por la calle Rosario. Vigilia. Zapatos negros. Torrijas. Los curas en el suelo. Más frío. Barrabás. La melena del Nazareno. Incienso. Viernes Dolores. Romero del Domingo de Ramos. Chaquetones. Acelgas con garbanzos. Hermosa nariz recta de madera. Procesiones por la tele. Las tres caídas. Mi madre guapa y elegante.
«La Pepa, mentira burguesa»
Recuerdo que cuando era pequeña había una pintada en un muro a la entrada de Cádiz en la que se leía “La Pepa, mentira burguesa”. Yo, que era de natural preguntona, por niña que era y por curiosa que también, quería saber qué quería decir aquello. Pero era complicado explicar qué era La Pepa y qué es la burguesía.
El caso es que esa pintada me viene a la cabeza cada vez que oigo que la Constitución aprobada en Cádiz en 1812 es ejemplo de libertad, democracia, derecho constitucional y soberanía nacional.
No quiero olvidar que el texto se escribió hace más de 200 años y que España vivía una guerra y venía ahogándose entre el absolutismo y la Inquisición. Pero aún así, cabe recordar que los diputados abolicionistas fracasaron y la esclavitud no fue suprimida; que las mujeres no podían votar y que los pobres tampoco, que nunca llegó a aplicarse de facto a pesar de que estuvo teóricamente vigente algunos años y que Fernando VII, único rey reconocido en el texto constitucional, la derogó en cuanto pudo, hecho que no se me quita de la cabeza cada vez que veo a su chozno, es decir, al hijo de su tataranieto, celebrando el texto.
A pesar de lo anterior, es un gusto que a Cádiz se la conozca por posibilitar un texto moderno para la época, decisivo para el nacimiento del Liberalismo europeo y para el Constitucionalismo hispanoamericano. Es un gusto porque sirve de excusa para recordar que Cádiz, ciudad en la que se engendró la primera Constitución española, reunía las condiciones necesarias para ello: era culta y moderna.
Por eso, me gusta recordar también que en Madrid, en la asignatura de Historia del Periodismo Español, nos decían que esa Constitución que intentó romper con algunos de los privilegios del antiguo régimen sólo podía haber nacido en Cádiz porque, entre otras cosas, aquí nació el periodismo político. En el Cádiz preconstitucional se publicaban 60 periódicos y las Cortes reconocieron por primera vez en la historia de España la libertad de imprenta mediante el decreto de 10 de noviembre de 1810 por el que “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas”. Esto sí era un avance.
Rompo el horizonte
Digo fuego y las amapolas se abrazan y me acusan
Siento frío y una serpiente se acomoda en mis tripas
Tengo miedo y la niña con trenzas me toca la espalda de mármol
Grito un susurro estéril y el teléfono me mira con pena
Respiro hondo mientras intentan jugarse mi futuro al parchís
Digo mar y la arena se acerca a mi puerta
Rompo el horizonte y tú te quejas de los cristales rotos
Pero la libertad, esa libertad, ya es mía
Héroe anónimo
Tengo edad suficiente para recordar perfectamente lo que ocurrió un día como hoy aunque no entendiera lo que estaba pasado realmente.
Aquella tarde, una compañera de la clase de baile llegó contando que su madre estaba llorando escuchando la radio. Sólo mucho tiempo después lo relacioné con el hecho de que su padre era diputado en Madrid.
El escritor Javier Cercas dice en su libro “Anatomía de un instante” que durante esas horas “Nadie estuvo a la altura. Tampoco la sociedad civil”.
Pero yo sí conozco a quien estuvo a la altura. Mientras los diputados seguían retenidos en el Congreso esperando un desenlace, en esos momentos inciertos, lejos de Madrid, en Vejer de la Frontera, la corporación municipal se reunió en un Pleno Extraordinario para condenar el golpe de Estado. Conservo el borrador del acta plenaria en el que la corporación, por unanimidad, acuerda, “expresar la más enérgica condena por el incalificable hecho de ocupación del Congreso de los Diputados haciendo constar la incondicional adhesión a su majestad el Rey, a las instituciones democráticas y a las fuerzas armadas de la nación. Asimismo, el pleno se solidariza con el alcalde de Vejer que, por su condición de diputado, se encontraba retenido en la Cámara Baja.
Conozco lo suficiente al alcalde accidental en funciones que convocó esa sesión plenaria. Sé, que por su naturaleza sencilla y discreta, no le gusta ser nombrado. Sólo quiero añadir que somos libres de elegir nuestro pequeño universo de héroes y en el mío está mi padre por lo que hizo esa noche. Aunque no sean invitados a actos importantes, ellos también dieron la cara y apostaron por la Democracia en un pequeño pueblo de la provincia de Cádiz. Le echaron valor ante el miedo a perder lo que apenas se estaba empezando a conseguir.
Historia verídica: Orgullo y «perjuicio»
A.E. nació en los felices años 20. Era como una muñequita de porcelana. Cuando iba a las fiestas del Casino de la Exposición apuntaba en un librito de seda los turnos de baile de sus muchos pretendientes. En uno de éstos, A.E. se enamoró de un mozo de su misma clase social pero «tieso» de dineros.
Su carita de nácar cambió el día en que su novio la abandonó días antes de su boda y días después de que toda Sevilla se enterara de que su padre se había arruinado por culpa de una inversión arriesgada. El vestido de novia de seda con brocado quedó colgado en su lindo cuarto de soltera y el velo de chantilly que guardaba de su abuela no salió de su caja de cartón.
A.E. se buscó la vida como dependienta en una famosa joyería del centro en donde vendía sortijas y zarcillos a quienes antes habían sido sus amigas.
Muchas veces, de camino al pisito modesto en el que vivía con su madre, se cruzaba por la calle con aquel novio a la fuga que la abandonó y que tampoco nunca se casó. A.E., digna, sobria, elegante y orgullosa, se cambiaba de acera y jamás volvieron a intercambiar ni palabras ni miradas. Hasta que, ya muy mayor, su novio octogenario enfermó y A.E. le fue a visitar, cada día, hasta el día de su muerte.