A.E. nació en los felices años 20. Era como una muñequita de porcelana. Cuando iba a las fiestas del Casino de la Exposición apuntaba en un librito de seda los turnos de baile de sus muchos pretendientes. En uno de éstos, A.E. se enamoró de un mozo de su misma clase social pero «tieso» de dineros.
Su carita de nácar cambió el día en que su novio la abandonó días antes de su boda y días después de que toda Sevilla se enterara de que su padre se había arruinado por culpa de una inversión arriesgada. El vestido de novia de seda con brocado quedó colgado en su lindo cuarto de soltera y el velo de chantilly que guardaba de su abuela no salió de su caja de cartón.
A.E. se buscó la vida como dependienta en una famosa joyería del centro en donde vendía sortijas y zarcillos a quienes antes habían sido sus amigas.
Muchas veces, de camino al pisito modesto en el que vivía con su madre, se cruzaba por la calle con aquel novio a la fuga que la abandonó y que tampoco nunca se casó. A.E., digna, sobria, elegante y orgullosa, se cambiaba de acera y jamás volvieron a intercambiar ni palabras ni miradas. Hasta que, ya muy mayor, su novio octogenario enfermó y A.E. le fue a visitar, cada día, hasta el día de su muerte.