Una suave brisa mueve los visillos y se cuela por el balcón abierto de par en par a una ya lejana noche de agosto que guardo en la memoria.
El aire fresco invade el salón con una mezcla perfecta de olor a nardos y a horno de pan. Y trae, por la cuesta arriba, los compases de la guitarra de una canción de Carlos Santana que toca la orquesta en la Plaza de «Los Pescaítos» y que se une al cri cri de los grillos de la calle.
No sé por qué, éste es uno de los primeros recuerdos que tengo de la Velada de Agosto. Éste y el de unas “sabrinas” rosas que me compró mi madre para un vestido de flores que ella misma me hizo.
La memoria tiene estos caprichos y juega con imágenes que aguardan en los rincones más insospechados de nuestro cerebro. Recuerdos de quien fue una niña de pueblo que se encuentra con su infancia en cada agosto.
Por eso, porque si la niñez es nuestra patria, la mía, además, está preñada de vivencias indelebles enmarcadas en un pueblo bello que derrama su blancura por la montaña. Como una cumbre nevada en una estampa imposible tan cerca del mar.
Por eso y porque cada año busco el hueco en el que escondí los colores de aquellos veranos de días largos y claros en los que esperábamos la tarde para ir con nuestras sillitas a la novena.
Busco el sonido de las pulseras de las mujeres cuando se abanicaban en el calor de una iglesia abarrotada. Busco el olor de los cientos de velas que parpadean bajo el peso de tantos deseos pedidos, de tantas esperanzas encendidas bajo una imagen querida. Una imagen a la que le han rezado nuestros padres y los padres de nuestros padres y así durante generaciones de hombres y mujeres que buscaban consuelo o daban gracias a la Virgen que ha sido testigo de las risas y de los llantos de tantos vejeriegos. Que ha sido confidente de tantas historias como almas pasaron bajo su manto.
Y de la misma manera, busco los jazmines en el patio de la vecina y el sonido de las campanas repicando el día 10. Exactamente de la misma manera en que ya las oía mi madre de pequeña en la misma casa y por los mismos callejones.
Y busco a aquellas gentes que venían del campo al pueblo por unos días para las fiestas y que el día 15, con sus caras quemadas por el duro sol, lucían sus mejores ropas y zapatos.
Y busco, el 24 de agosto, las caras de las viejecitas que se acercaban a la iglesia antes de que la Virgen se fuera porque aún recuerdo aquel día en el que le pregunté a mi padre que por qué lloraban y me dijo que porque no sabían si estarían allí al año siguiente.
Y por eso busco estos días los resquicios que me unen a mi propio pasado forjado de gente honrada y buena. Y por eso ni más ni menos, quería contar esto ahora que se acercan estas noches de agosto en las que, de nuevo, la infancia llamará a mi puerta y yo la dejaré pasar para que se acomode y me vuelva a recordar lo feliz que fui siempre en Vejer.
Hermoso viaje por un sendero de la memoria
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¡Gracias!
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