Cuando era niña pensaba que en verano nada malo podía ocurrir. Parecía que lo irreparable, lo irremediablemente catastrófico debía esperar a la llegada del invierno. Que las preocupaciones aguardarían a los tiempos grises porque, ahora, la luz llena demasiado las tardes y el aire se endulza con el jazmín y la dama de noche. Y, así, nada malo puede ocurrir. Perdura aún hoy esa sensación infantil de la tregua concedida a la rutina. Durante las vacaciones se recupera la conciencia de libertad perdida con los años. Todo el mundo se toma un respiro. Nada puede perturbar el derecho a la pereza o al disfrute, a la relajación. Sin embargo, la realidad sigue su curso más allá del chiringuito o del césped de la piscina y, a veces, nos despierta la conciencia dormida con inoportunos sobresaltos.