El despertar de la señorita Prim

A las siete en punto suena la sirena de Astilleros. La oye desde su habitación. Tres minutos después lo hace la alarma del móvil que deja cada noche en la mesilla. La sirena que azuza a los trabajadores es como la llamada del muecín a su conciencia de clase. Ellos ya están dentro. Se levantaron antes que ella, tomaron un café rápido antes que ella, cogieron sus coches y aparcaron antes que ella. Se los imagina ahora como entrando en una fábrica. Como en la escena de los Lumiere pero al revés. Se regodea en su breve privilegio durante esos tres benditos minutos y se levanta poco a poco de la cama. No sabe por qué pero siempre se acuerda en este momento del título de una novela: «El despertar de la señorita Prim»,  sin tener nada que ver esa historia ni con ella ni con su vida.

Hoy es de esas mañanas en las que tras ponerse la zapatilla del pie derecho–siempre el primero no sabe por qué prioridad del subconsciente- tiene ya que descansar un poco antes de ponerse la del pie izquierdo. Hoy es de esas mañanas en las que ni mira si llueve o no.

Mientras espera que hierva el café, recuerda esos otros despertares. Su madre se acercaba a su litera y le tocaba suavemente los pies por encima de las mantas. Así iba, todas las mañanas, despertando uno a uno a todos sus hijos. Como tocando las teclas de un piano imposible. Como la mano de Dios. Sólo un toque y todos resucitaban.

Al tiempo que toma el café, pone una lavadora, completa la lista de la compra, deja preparado el desayuno, mete el bocadillo en la mochila, pega en el espejo una nota con indicaciones de intendencia, anota el teléfono del oftalmólogo para pedir cita, recoge el portátil, ordena los cojines del sofá y se pone los tacones.

Antes de irse entra en la habitación a contemplar el sueño de un niño. Siempre lo mira un rato. ¿Qué imágenes pasarán por su cabeza?. Duerme alejado todo lo que puede de la pared porque por ahí, dice él, entran las pesadillas. No le toca los pies. Le deja dormir con envidia.

Es como un parto, piensa. Abandonar una cama confortable y tener que salir a la calle es como ser expulsado del útero materno y que unas manos extrañas te den unas palmaditas que te obligan a respirar a la fuerza. Por la acera se ven a padres y madres conciliando la vida familiar y laboral. Pasan rápidos, empujando sillitas con bebés adormilados, todavía en pijamas, que deberían estar en sus cunas. Ellos, padres e hijos, también han sido expulsados de otros vientres. El autobús va lleno. Como siempre. Da un breve frenazo y al intentar agarrarse a la barra roza la mano de una mujer. La  señora la retira rápidamente. Lógico. Ella también querría, seguramente, no tener que estar ahí ahora. Querría continuar en el vientre. Calentita.

 

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