Encadenados

1. -El ascensor guarda sus momentos de mayor intimidad. Cada vez que entra se mira en el espejo ahumado y busca algún gesto que le recuerde su inocencia, que le rescate de la náusea. Hoy sale del edificio arrastrando los pies y el alma, con el maletín como anclado al suelo. La reunión ha sido dura pero sabe que contarán con él para el cargo. Tantas estrategias fraguadas traición a traición. Tantas sonrisas a la persona adecuada y tanto codazo a tiempo. Se merece el puesto más que nadie. Se dejó la vida pero por fin tendrá chófer, secretaria y 6.000 euros al mes. Sin contar las dietas.

Sale de la sede del partido y entra en el estanco de la plaza a comprar un paquete de Camel.

2.- La estanquera está deseando que den las nueve para irse a casa. Es la urgencia de la recién casada. Mira el reloj cada diez minutos y, como cada día, y cada minuto que permanece tras el mostrador, suena la música clásica que sintoniza en Radio Nacional. Su marido la suele recoger cuando cierra. La espera en la puerta y después la pasea por la ciudad al caer la tarde y la muestra como un trofeo de ébano. Deja que le adelante unos pasos solo para verla caminar, ondulante. Ese ris-ras de las medias de nylon rozando el forro de su falda de tubo. Y a cada golpe de tacón tiembla el suelo. Y los niños de la plaza la miran, y sus papás también.

Hoy va sola y camino del autobús entra un momento en la iglesia de San Francisco. Lo hace más por recordar su propio pasado que por amor a Dios. El olor a humedad, a humo de velas y a flores marchitas de las iglesias le llevan a la capilla de la misión que las monjas tienen en Malabo. En el orfanato pasó los primeros años de su vida. Ya por entonces la mayoría de las hermanas eran nativas que apenas conservaban algunas palabras del castellano. Pero a las niñas siempre les ponían nombres en español: Reina, Dulce, Bonita. Ella era Linda. Siempre le gustó más ese nombre que el que le pusieron en España.

3.-El sacristán termina de apagar las velas y le hace gestos desde lejos al cura oculto en el confesionario. La hermosa mulata que rezaba como distraída en la tercera banca ya se ha ido y hay que cerrar la puerta. El sacerdote le mira pero permanece pensativo en su guarida. Ya está mayor y cansado. Allí ha estado toda la tarde, como en su guarida esperando a una presa con la conciencia inquieta. Disimula con el misal en la mano pero rastrea con el rabillo del ojo. Esta tarde, no sabe por qué, le ha venido a la cabeza su abuela. Si le viera…. ¡Ay, las beatonas -decía- qué temprano se levantan y que les cuesta dejar una iglesia por la tarde!. Su abuela trabajaba a principios de siglo en la fábrica de tabacos. Atea, fumadora y de la CNT. Se santigua mascullando una absolución que salvara a su abuela del fuego eterno al tiempo que recuerda la última confesión de la tarde: el médico.

4.-El oncólogo  cuelga el móvil al tiempo que abre la puerta de casa. Su mujer está sentada frente al televisor, como siempre. “Tan guapa y tan indolente”, pensó.
-¿A qué no sabes con quien acabo de hablar?.
-No.
-Con Miguel. Está contento. Por fin hoy le han confirmado para el cargo. Pobre. Le he citado a la consulta mañana. Hoy me han dado sus resultados. Le quedan unos tres meses. No tiene ni idea. Es una lástima, una lástima.

Ella no deja de mirar el televisor. El no deja de pensar en la hermosa mulata con la que se acaba de cruzar camino a casa.

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