Cuando en marzo de 2001 estalló la burbuja tecnológica muchos fueron los usuarios de Internet que se preguntaron: “¿y ahora qué?”. Las grandes compañías puntocom presenciaron cómo el Nasdaq caía en picado (hasta un 5% en unas pocas horas) y cómo 1,3 billones de dólares se volatilizaron en Wall Street en menos que canta un gallo. La crisis de internet casi se lleva por delante a Yahoo!, arrastró sin piedad por el fango a tiendas online que habían hecho inversiones millonarias y acabaron con miles de trabajadores en a calle. En dos años, las pérdidas en el mercado ascendieron a cinco billones de dólares y desaparecieron 4.854 compañías de Internet, en fusiones o por quiebra. En España, el eco del estallido chocó en empresas como Terra o Jazztel.
En este contexto, la Web vivía ya un momento crucial y, probablemente, una vez abierta la puerta, sólo cabía subir la escalera hacia una red de internautas cada vez más participativos. Tras la crisis, las grandes empresas se pusieron por fin a mirar a su alrededor para entender de qué va, en realidad, esta nueva “aldea global”. Una aldea que nos hace imprescindibles a los usuarios-consumidores.
Por lo tanto, sacudido el polvo tras la caída, la Web Social marca este cambio de rumbo. Las millones de personas que viven -vivimos- conectadas a internet por todo el mundo son su capital más importante y la Web como plataforma y nexo de unión entre personas y páginas es su instrumento más útil. El usuario ya no es solo consumidor-cliente sino codesarrollador del servicio. Los modelos de programación, más ligeros y simples, y el cada vez mayor acceso a la red, democratiza el uso y alienta la participación del usuario que enriquece el producto con experiencias y conocimientos. Es aquí, en el aprovechamiento de la inteligencia colectiva, además de en la importancia de la base de datos, en donde están las clave de la Web Social.
Si en los años 90 la Web era una publicación estática en la que decidían los publicistas en lugar de los consumidores, y solo las más potentes y mejor situadas en Media Metrix dominaban Internet, con el nuevo siglo surgen otras reglas del juego para no perder la partida de nuevo. Es el momento de mirar a “la larga cola” –the long tail- es decir, al poder colectivo de los sitios pequeños.
De hecho, un año antes de la crisis de las puntocom, había salido a la luz el Manifiesto Cluetrains 2, que examina el impacto de Internet tanto en los mercados (consumidores) como en las organizaciones.
El Manifiesto Cluetrains explica los cambios necesarios para que las organizaciones respondan a un nuevo ambiente de mercado. La primera premisa, los mercados son conversaciones, no deja lugar a dudas. Las conversaciones en red hacen posible el surgimiento de nuevas y poderosas formas de organización social y de intercambio de conocimientos. Como resultado de esto, los mercados se vuelven más inteligentes, más informados y más organizados. Y como resultado también, los internautas consumidores de información –y de productos- descubren que participando interconectados en los mercados pueden obtener mucha mejor información y soporte que la que ofrecen los de los vendedores. En definitiva, “el mercado en red sabe más que las empresas acerca de sus propios productos. Y ya sea que las noticias sean buenas o malas, se las comunican a todo el mundo”.
Aprovechando esta inteligencia colectiva, la Web Social es el instrumento que sirve para dominar el mercado mediante contribuciones del usuario. Ahora el software ya no necesita ser distribuido sino ejecutado. Es un servicio. Google no se vende, se usa. Y mejora sus servicios en oferta.
Por eso, para que los clientes se monten en un determinado tren cuando pare en la estación, las corporaciones tienen que aprender a hablar con la misma voz que sus “audiencias objetivo”. Se tienen que hacer más humanas.
Las marcas tienen que ser cercanas y facilitar la empatía con el consumidor puesto que ésta es la parte más voluble de una interacción horizontal debido a la saturación de información que llega continuamente a través de Internet y a la que se accede, cada vez más, desde los smartphones en cualquier lugar, hora y circunstancia. Los segundos que estamos viendo una web corporativa, los “me gusta”, los comentarios en post, los fans de las páginas… Nuestra atención es valiosa por su escasez. La información que no capta la atención, no interesa. La clave está en cómo hacernos con la atención.
Y esto ocurre porque recibimos una cantidad desorbitada de datos. Los contenidos –audiovisuales, actualidad, entretenimiento- son elementos claves en la interrelación de redes sociales y el uso se ha democratizado gracias a servicios y aplicaciones que brindan a todos los usuarios la posibilidad de crearlos, utilizarlos y compartirlos. Nos movemos en la economía de la abundancia: de contenidos, de velocidad, de procesamiento y de almacenamiento. Y esto plantea una cuestión: ¿quién es el dueño de los datos?. Empieza a vislumbrarse el temor a futuras peleas entre suministradores de datos y proveedores de aplicaciones.
Y es en este universo de información, en donde la idea de la sabiduría de las masas –The Wisdom of Crowds- nos hace volver a creer en el poder de la colectividad. El crowdsourcing –en cualquiera de sus variedades: crowdfunding, crowdcreating, crowdvoting, crowdwisdom- hace de la colaboración el motor de las grandes ideas.
Modelos de colaboración que rompe con el individualismo y surgen para compartir conocimientos (Wikipedia), solucionar problemas comunes creando lugares de trabajo (Ideagoras), o para poner en contacto a creadores y mecenas (Verkami).
Y, si esta vez, explotara la burbuja de las redes sociales, al menos, tendremos las herramientas para permanecer unidos.
Oliva Rendón