A la vuelta del pueblo, todavía traen en sus miradas los reflejos de las guirnaldas de colores. Luces intermitentes que encuadran la felicidad del olor a chocolate y a bizcocho amasado por manos blancas que nunca han tocado las piedras ni las espinas.
Una felicidad que se oye desde afuera porque la melodía sale, rompiendo bisagras y candados, del arcón de sus antepasados y arrastra luego por el aire el orgullo del virtuoso.
Desde la calle, los ojos grandes de los visitantes, hijos desterrados de desiertos sin azahares, traspasan cristales empañados con la rabia tibia de los alacranes domesticados. Vaho de chimenea aterida bajo la farola de caridad dudosa y de cierta luz pintada al óleo.
Con la noche ya encima, la nieve les recuerda lo lejos que están de sus infancias y lo lejos que están, también ahora, de estos salones de luces amarillas y bebés perfumados. De un cielo que ni habían imaginado si quiera.
“Es un cuadro tan real”, dirán cuando observen desde la distancia del mando las huesudas manos que llaman a las puertas color lavanda y olor a madera que cerraron con llave de hielo para que no escapara la felicidad ni entrara el frío, el ladrón o el drama.
Por eso, los visitantes, huéspedes imposibles que no fueron invitados, cruzan de nuevo el puente del olvido en fila negra, camino del bosque. Andan como hormigas tristes y obedientes tras el guardián del orden del pueblo cuyas luces todavía se ven a sus espaldas.